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La siesta española: entre el zumbido del ventilador y el canto de las cigarras

La siesta española: entre el zumbido del ventilador y el canto de las cigarras

La siesta, ese invento tan nuestro

Dicen que la palabra “siesta” viene del latín sexta hora, que era como llamaban los romanos al momento del día en que el calor alcanzaba su punto más alto, entre la una y las tres de la tarde. Paraban entonces su jornada para descansar, comer algo y recuperar fuerzas antes de continuar.

Con el tiempo, esa costumbre se quedó entre nosotros. No como un lujo, sino como una necesidad sensata en los días de calor, especialmente en las zonas más calurosas del sur de Europa. Y aunque a veces fuera vista desde fuera con cierto recelo o incomprensión, lo cierto es que la siesta ha sido, y sigue siendo, una forma muy eficaz de autocuidado y bienestar.

No es casualidad que en otras culturas se hable ahora de power nap, de pausas conscientes o de descanso activo. Pero aquí, sin ponerle tantos nombres ni tecnicismos, ya lo sabíamos hace siglos: dormir un rato a mediodía es salud.

El ritual de la siesta en verano

Una casa en silencio, un cuerpo que se rinde

Hay una pausa en las tardes de verano que no está escrita en ninguna agenda, pero que todos llevamos grabada en el cuerpo. Es ese momento sagrado que empieza justo después de comer, cuando la casa se sumerge en un silencio tibio, solo roto por el zumbido del ventilador y el canto incansable de las cigarras allá afuera.

La siesta no es solo una costumbre: es un refugio. Un paréntesis que nos enseñaron los abuelos en los pueblos, cuando el calor apretaba y no quedaba más remedio que recogerse. Recogerse no solo del sol, también del mundo.

Casas frescas, persianas entornadas y sábanas de hilo

En esas casas de persianas entornadas, donde el frescor se guarda como un tesoro, la siesta tiene algo de rito. Se baja la voz, se descalzan los pies, y cada uno busca su rincón: el sofá con la colcha fina de algodón, el suelo fresco del pasillo, o la cama con las sábanas de hilo que huelen a jabón Lagarto y a limpio de toda la vida.

Recuerdo que mi padre, que en invierno apenas dormía siesta, en verano sí que se metía en la cama. Cerraba la puerta, se tumbaba, y se dejaba vencer por el sopor del calor. Nosotros, los niños, no dormíamos siesta. O al menos no los más mayorcitos. Los pequeños sí, claro, pero los demás teníamos que aprender a estar tranquilos, a jugar en silencio o a mirar un rato la tele.

Y digo mirar, porque opciones no había muchas. Todos los primos nos sentábamos en el suelo, pegados al viejo televisor, porque tampoco había sofás para tantos. Todavía puedo sentir el frescor del suelo damasquinado blanco y negro, el zumbido del ventilador, y esa calma espesa del mediodía… Todo era un ritual silencioso, una espera dulce antes de que terminara la digestión y nos dejaran ir a bañarnos.

Aunque el tiempo pase, hay cosas que no cambian. Y en verano, la siesta sigue marcando esa frontera invisible entre la mañana y la tarde. Es una pausa que ordena el día, que lo parte en dos mitades suaves. Una costumbre que llevamos dentro, incluso cuando ya no tenemos tiempo para practicarla.

Un descanso con aroma y memoria

Nos gusta pensar que en Real Fábrica seguimos cuidando de ese momento. Que nuestras mantitas ligeras, perfectas para cubrirse apenas un poco, acompañan esas cabezadas breves y benditas. Que hay quien enciende una de nuestras velas de lavanda o jazmín antes de tumbarse, solo por el gusto de dejar que el aroma le lleve a otro sitio. Que un buen libro —de esos que también tenemos en la tienda — se queda a medio leer sobre el pecho, justo cuando los párpados ya no aguantan más.

Porque hay siestas que no son solo descanso. Son reencuentros con uno mismo, con los sonidos del verano, con la lentitud y el cariño de las casas que guardan el frescor y los recuerdos.

Siesta: un gesto de sabiduría cotidiana

La siesta es el lujo de parar. De dejarse llevar. Y aunque a veces no dure más de veinte minutos, tiene el poder de resetearlo todo.

No hace falta irse lejos ni tener grandes planes para disfrutar del verano. A veces, lo mejor del día es esa hora quieta, cuando la casa se adormece y el tiempo parece quedarse colgado, como una sábana tendida al sol.

Un pequeño homenaje a nuestras raíces

Si este verano vuelves al pueblo, a casa de tus padres o a ese lugar que huele a infancia, no te olvides de honrar la siesta. Pon el móvil en silencio, cierra los ojos, y deja que el ventilador te cante al oído.

Porque descansar también es un acto de amor propio. Y porque, en el fondo, somos muchos los que seguimos creyendo que no hay nada más nuestro —ni más sabio— que una buena siesta española.

 

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